Quiere a su conejo blanco hasta asfixiarlo. Necesita apretarle la panza para escuchar la vocecita y creerlo vivo. Lo abraza, lo aplasta, lo comprime contra los otros muñecos de su cuarto. Lo adora porque es niña y lo desprecia porque se cree adulta. Es de noche y otra vez el insomnio, no concilia el sueño, se dibujan figuras en el cielo raso y las sombras remiten el pasado oculto. Ella se levanta lentamente de la cama y poco a poco roza sus pezones al cuerpo del conejo; clava sus uñas en el cuello y le muerde las orejas hasta hacerlas sangrar...
en unos segundos, el cuerpo blanco se va tiñendo del rojo púrpura de la menstruación de la niña.