Había cartas con dibujos en toda la mesa; se trataba del tarot. Había números que hablaban de nombres y de apellidos, de fechas, de símbolos; se trataba de la numerología que nos retrotrae al judaísmo y a la kabala. Una tarde de lluvia en una ciudad que cuando se moja, se tiñe de gris y hace que sus habitantes se escondan debajo del barro que es piso del río. Un pasillo largo con paredes descascaradas y en él, un señor tan roto como la pared peleaba con su bastón porque éste no quería mantenerse firme. El olor a orina de algunos gatos fue el guía que condujo al ciego por los escalones de un laberinto oculto entre enredaderas y helechos artificiales. Un hombre que en un primer momento pudo haber sido P. S. Hoffman disfrazado de mujer, se metamorfoseó mi madre, se conviritió en oído, se volvió lengua y luego se transformó en cada una de las palabras que se aunaron al humo del cigarrillo para guardarse luego, todas juntas, en mis pulmones.